África Medios de transporte

África Medios de transporte

Los medios de transporte africanos son tema para darle de comer aparte. Nada funciona como es debido en su parque móvil y, sin embargo, tarde o temprano se llega a los sitios.

A la hora de tomar un autobús, tendríamos que dejar a un lado nuestra noción rutinaria acerca de la movilidad, los horarios, terminales, paradas y/o conductores. Tampoco nos servirá de mucho mantener al alza nuestro ánimo, aireando conceptos hipotéticamente básicos como comodidad, precisión, puntualidad, limpieza o higiene. Sencillamente porque no computan dentro de la realidad africana del día a día; no los conocen y, por consiguiente, no existen. Puede uno pasarse horas, incluso días, esperando a que se complete el pasaje de un vehículo. No se malgasta nada en este continente: hasta que el auto no está a rebosar, su conductor no inicia la marcha. Los parroquianos asisten a esta ceremonia anímica de demora perpetua con una tranquilidad pasmosa. Hablan entre ellos, cabecean, duermen, dibujan o hacen cuentas en la arena, mastican ramitas para limpiarse los dientes, comen y beben o pasean por los alrededores. Todo un paradigma de parsimonia ancestral y equilibrio psicológico.

Durante el trayecto pueden sucederse los hechos más peregrinos. Como que un paisano se empeñe en subir un cerdo -ya maduro- al vehículo, provocando la discusión más acalorada que pueda presenciarse entre un granjero y un conductor profesional. Se chillan las razones y se gesticula en exceso, pero rara vez se llega a las manos. El cerdo, como todo hijo de vecino y gracias a la buena voluntad que ponen los conciudadanos, acaba subiendo. (El día menos pensado puedo ser yo quién necesite que me echen una mano los demás, se todos dicen en silencio.)

Después de una jornada de intensas lluvias, a otro chofer se le puede ocurrir parar en mitad de una carretera a limpiar de barro su gallina de los huevos de oro. Con el autobús hecho unos zorros, se le podría tomar equivocadamente por un profesional despreocupado del negocio. Alcanza por tanto de debajo de su asiento un bote vacío, busca una fuente o un pozo comunal y, sin preguntarle a nadie su parecer, se pone manos al agua. El pasaje, lejos de irritarse por la nueva interrupción, aprovecha para estirar las piernas, para hacer sus necesidades a un lado u otro del camino, tomándose la nueva incidencia como parte constituyente del proceso de viajar. Alá es grande, se repiten en esta tesitura al cruzar las miradas.

Da envidia ver el empeño que pone ese hombre enjuto y dinámico, tarrito en mano. Lanzando a una distancia prudente –para no mancharse- pequeñas cantidades de agua sobre la plancha metálica y los cristales, baldea centímetro a centímetro su vehículo. Asumido ese reto temporal, lo incomprensible ahora para un no-africano es comprobar que este conductor no entiende que todo le sería más fácil, si hubiera aparcado su cafetera polaca a un paso del pozo. Por el contrario, caminará unos doce metros de ida y otros tantos de vuelta, cada vez que tenga que llenar de nuevo el botecito. Y así una y otra vez: una hora y media larga.

Las furgonetas de pasajeros son otra de las frivolidades corporativas en ese tan particular mundo del transporte. Ventanas hechas a bocados en muchos de los casos; puertas que se abrirán a patadas hasta el día en que el mundo deje de serlo; cristales que no se bajan o no se deslizan por sus guías. Y lo que es peor aún, motores en permanente rebeldía.

En nuestras latitudes los furgones públicos servirían para llevar entre nueve y once pasajeros, pero allí han aprendido a rentabilizarlas a su estilo, embutiendo convenientemente a una treintena. Aparte, claro está, de la paquetería, los animales y enseres que suelen acarrear en los traslados esos mismos treinta mencionados. El conjunto resultante, toda vez bien acomodado, emprende la marcha. A los dos kilómetros, da la casualidad de que, el individuo o señora que debe apearse en esa primera parada, es justamente aquél o aquélla que se encuentra en el puesto más alejado de la puerta. No queda otra opción que mover el culo y bajarse, para dejar salir al ser humano en cuestión. De forma semi-automática, el habitáculo se recompone de nuevo y reemprendemos camino, transcurridos unos minutos.

Taxis y coches de alquiler suelen estropearse también por defecto en pleno desplazamiento y, evidentemente, lo hacen a cincuenta kilómetros de distancia de un punto de reparación. Lo avería más común es el reventón de neumáticos. Puedo certificar un caso vivido en el que, en un mismo día de viaje, se rompieron tres. Cuatro. En consecuencia, los planes deben ser cambiados, conforme se suceden los acontecimientos no previstos. Un conductor de alquiler se evaporará en mitad de la nada, cargando con esa rueda hecha añicos, jurando que aparecerá al poco tiempo con el remiendo en regla. Y aparece, sí, pero no de inmediato, como había preconizado, si no varias horas después. (Con toda seguridad, ese hombre habrá aprovechado la oportunidad para tomarse un café y charlar pausadamente con el mecánico, o habrá ido a rezar a la mezquita, o quizás habrá hecho algún recado que le quedaba pendiente, al margen de recalar en casa de unos parientes cercanos, para repostar el estómago.) Después de contarnos las desgracias que le han sucedido en el transcurso del camino hasta obtenerla, resulta que la rueda que nos trae es una bien distinta a la que se llevó, y que también se encuentra en una esto lamentable, aunque bien inflada. Al parecer, no existen en toda África neumáticos como los que Dios manda llevar en los coches. De ahí, la gran cantidad de vehículos parados y/o accidentados que se ven a los lados de las vías. “La semana pasada aquí mismo murieron cinco”, te comenta el primer ocioso que aparece en mitad de uno de esos pinchazos, para arroparnos. “En el siguiente cruce murieron siete, quemados en el interior de un autocar”, te comenta otra que permanece tumbada a la sombra de un miraguano joven, y a la que no habías detectado en primera instancia, hasta que abre la boca.

Recuerdo el percance de otro taxista al que, con lo abrupto de las calles, en una maniobra desacertada fue a romper una de las suspensiones traseras. La rueda comenzó a rozar con los bajos, al tiempo que la goma se recalentaba y echaba humo. Reticente a parar, el señor Katim Touray se apartó a los pocos minutos a un lado de la calle, soltó el volante, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. “Qué va a ser de mí, si no puedo pagar el arreglo”. Lágrimas en cascada, me lanzó una mirada de cordero degollado, tras la cual entendí cuál iba a ser en un futuro inmediato mi papel mecánico-humanitario. Sin mediar palabra, bajamos del coche, cruzamos un par de calles y nos dirigimos a un taller cercano. Tras el tira y afloja de rigor, el encargado accedió a un pacto. A cambio de diez euros con cincuenta y dos céntimos, el señor Touray recompondría su maltrecho Mercedes Benz y volvería a ver la vida de forma positiva.