África I.A.K

África I.A.K

“International Airport of Kinshasa” reza un rótulo a la entrada de la terminal. Hasta aquí, todo correcto.

Sorprendentemente, aquel día llevamos a cabo los trámites del embarque en poco tiempo. Pero en la zona de control, nos vimos de repente inmersos en un lucha con los tipos de aduanas. Querían que les dejáramos de propina el dinero que había en nuestros bolsillos. Medio en broma, medio en serio, los tipos lo exigían. Si cuela cuela, ya se sabe. Con los años, se ha implantado entre la población africana una mala costumbre: para ellos, los blancos estamos obligados perennemente a perpetuar el generoso papel de Reyes Magos. De manera que se mantienen en constante espera, mendigando unos, exigiendo otros, a ver qué cae.

– Señora, ¿me podría usted decir dónde están los lavabos? –le pregunto un tanto agobiado por la urgencia a una policía, ajena a la discusión del dinero, después de pasar el control del scanner y de haber solventado la discusión-.

– ¿Ve usted aquella puerta en la esquina, donde está la tienda de souvenirs, al fondo? –me contesta-, pues allí encontrará un pasillo largo, toma ese pasillo y al final hay otra puerta: es el baño. Le doy las gracias y emprendo la carrera.

Me planto rápidamente ante el rincón que me había señalado y atravieso el umbral. Puerta, la verdad, no hay; se trata más bien de un hueco excavado en la pared. Me introduzco en él y sigo por lo que podría ser un pasillo, hasta el final, como me ha indicado la mujer. Al extremo del callejón cubierto, puedo adivinar que estoy en la senda por los efluvios que surcan el ambiente y al oír sonido de agua corriente. Tampoco hay puerta. Dudo un instante, pero el imperativo me obliga a entrar.

En este punto deberé concentrarme, hacer un esfuerzo significativo, si quiero describir con solvencia todo lo que vi en aquella estancia a simple vista. Que no era mucho, pero sí muy intenso.

La dependencia tendría entre veinte y veinticinco metros cuadrados. Había tres pequeños retretes en ella y lo que podría tomarse inteligentemente por un lavabo; detalle importante, que luego explicaré con más de detenimiento. El resto estaba vacío, con porquería de distinta procedencia esparcida por el suelo.

Los retretes, lógicamente, tampoco tenían puertas; aunque uno de ellos, el de la derecha, conservaba todavía un pedazo pendulante de la antigua madera, semisujeto a lo que sería una bisagra. El primer escusado por la izquierda estaba desocupado. Roto por los cuatro costados, tanto la taza como la cisternilla, aunque mantenía el último tramo del hueco sanitario todavía practicable, a tenor de las bostas que podían verse entre los escombros de porcelana. Que permanezca hábil el hueco –sólo el hueco- de un sanitario resulta de vital importancia; de otro modo, no es difícil hacerse cargo de adónde irá a parar la mierda en un lugar de esas características.

Los otros dos cubículos sí tenían inquilino. En el del centro había un joven petrificado, en una postura indefinida, entre… de espaldas y a punto de girarse, como de alerta o meditación genital. Tenía los pantalones ligeramente bajados y daba la impresión como si fuera a orinar, aunque no lo hacía. Quizás estuviera sólo haciendo cábalas de por dónde debía lanzar el chorro. Lo cierto es que, en aquella compostura, pasó unos minutos. El conjunto sanitario que le había tocado en suerte estaba también completamente bombardeado.

El ocupante del retrete de la derecha había tenido mucha más de suerte. Al menos su aparato sí se mantenía en pie; no así la cisterna. Con hojas de papel se había montado una especie de nido sobre la taza. Se le veía relajado, leyendo el resto del periódico, al tiempo que daba rienda suelta a su imaginación ventral. Ventosidades por un lado, guturales por otro, aquel ejecutivo con traje y corbata parecía, al igual que su vecino, aunque seguramente por razones distintas, no tener prisa. Otra hoja de periódico en el suelo, mantenía su maletín a salvo de la inmundicia.

En cuanto al lavabo general, qué decir: no había lavabo. A pesar de ello, aquella ausencia, aquella nada podía seguir utilizándose con unas ciertas garantías, si bien de forma muy precaria y, en cierto modo, sugerente. El espejo, desaparecido en combate. Arrancado de cuajo, el lavabo, como he dicho, no estaba. En donde hubo una tubería en tiempos, la que debió de alimentar al grifo, había ahora un palmo de manguera que salía directamente de la pared, cumpliendo con su función primordial. De ahí el sonido de agua corriente, que había detectado yo en el pasillo al llegar. Con la fotografía inacabada, podemos pensar que aquel chorro se desparramaba sobre las baldosas. En ningún momento he dicho todavía que hubiera agua por el suelo. Pues bien, el servicio de mantenimiento del aeropuerto, aunque estemos en África, quedará claro que tiene soluciones para todo. Un boquete de unos cuarenta y cinco centímetros de ancho por un metro de largo, con toda seguridad abierto a golpe de pico, hacía las veces de lavabo y desagüe.