En la sociedad de la irreflexión hemos decidido de común acuerdo lanzarnos al vacío a producir un sinfín de arbitrariedades en forma de objetos, textos, exposiciones, audiovisuales, proyectos, propuestas, sin pararnos a pensar si lo que hacemos tiene algún sentido; si es oportuno, si es necesario, si aporta energía renovada o es más de lo mismo. Si nuestra pájara personal es capaz de convencer a alguien de fuera de nuestro círculo inmediato.

Huimos sin descanso, en definitiva. En la prisa cotidiana nos evadimos al amparo de la inercia gremial, precisamente para no certificar ante nosotros mismos primero, y ante los demás a continuación, que estamos metidos en un lodazal sin escapatoria.

Producir por producir. Si hiciéramos el cristalino ejercicio de trazar un paralelismo entre Ecología y Arte, tendríamos que concluir irremediablemente que nuestro gremio es uno de los más contaminantes que puedan darse bajo el manto solar. Suspenso absoluto en Ecología Mental… y en superproducción de materia superflua, lógicamente.

Asignatura pendiente.

Resulta fácil constatar todo lo expuesto en el instante en que uno decide enfrentarse a la farragosa meta-materia empírica con la que nos maltratan quienes manejan los hilos del arte. O cuando intentamos trazar una lúcida línea divisoria entre lo que es Arte y lo que es sólo “el mundo del arte”, desdeñando todo aquello que contribuye a enturbiar las aguas.

Proponer un mensaje limpio, claro y conciso se ha convertido en anatema, en pecado. Es el mundo al revés. Porque al lanzar una propuesta concreta, simple, como es esta, qué coño estamos haciendo y hacia dónde nos dirigimos, nos encontramos inmediatamente ante el vacío sectorial. El incuestionable y conservador miedo al cambio. La ancestral incomprensión de la apatía generalizada. La envidia del que comprende pero está caliente y a mí que no me quiten de donde estoy ni de lo que hago. La facilidad de vivir de los esquemas convencionales maquillándolos de contemporaneidad. El Desierto.

La comodidad puede matar