Para avanzar, para intentar salir del barrizal social e individual en el que hemos quedado empantanados en los últimos tiempos, no nos queda otra opción que afrontar el problema de manera integral, y hacerlo sin demasiadas contemplaciones ni cortesías. Nos encontramos ante una Confusión de las Mentes efectiva, que nos plantea la visión y el desarrollo de un arte en agonía generalizada por multitud de causas asociadas al desconcierto colectivo. Consecuentemente, no queda si no abordar la mecánica contractual como un compendio unificado de desarreglos intelectuales y desórdenes de gestión que, hoy por hoy y en mayor o menor medida, nos implica a todos. A los integrados y a los aparentemente no integrados en el sistema; a gregarios de facto y a pretendidamente rebeldes; a ortodoxos y a supuestamente alternativos. A artistas, a teóricos, a intermediarios, a amantes del arte -con o sin dinero- y a público de muy distintos pelajes. En resumen, a todos aquellos que participamos, aún con funciones bien diferenciadas, de un juego especialmente viciado.
Del conjunto de los colectivos afectos por el síndrome, uno en especial es el más implicado en el deterioro de las estructuras y el que, a su vez, debería involucrarse en primera instancia en un hipotético cambio de rumbo: los artistas. Un detalle que no debería pasarnos por alto es que ellos y ellas son los únicos de toda esta relación de agentes que no están -o no tendrían que estar- en éste, su asunto primordial, solamente por dinero o sustento. Y entender que, como genuinos portadores de la esencia independiente y de su defensa a ultranza, decir no, mirar hacia otro lado y dar la espalda a una hipotética transformación, representa de facto admitir, dar el consentimiento a un sistema contaminado por la mentira, la extravagancia, el aburrimiento, la gestión interesada y la sistematización de cánones arbitrarios.
Para poder interpretar de qué va todo esto, vayamos directamente al fundamento primero de esta especie de religión sin dios: sin artista no existe el arte; sin intermediarios ni santuarios sí. De lo que fácilmente puede deducirse que, apartando del camino todo aquello que obstaculiza su racional desarrollo, los usos y costumbres se podría reorganizar de otro modo. Es lógico pensar que, sin un razonamiento equilibrado, esta opinión, sin serlo, pudiera parecer a bote pronto reduccionista. No nos quedemos, pues, con un simple razonamiento abocetado, como es costumbre hacerlo, y pasemos a un estadio superior. Porque es cierto que el drama que nos ocupa a comienzos del siglo XXI resulta muy complejo, pero no difícil de entender ni imposible de abordar.